Expresión Libre

domingo, 20 de marzo de 2016

El Monje Tibetano - Cynthia Patricia Rodríguez Romero

 

La noche que murió Erioc, el cielo lloró. Él junto conmigo gemía de dolor. Fue tan repentina su partida, que no alcancé a despedirme, pero nuestro lazo era tan fuerte que pude sentir el desprendimiento de su alma.

La gente a lo lejos me veía como si fuese un extraño, porque nunca antes me habían visto temblar y tartamudear al hablar, mi cuerpo desfallecía y perdía luz. A lo lejos, vi la silueta de un anciano de barbas largas, su personalidad era notoria e imponente, su mirada era profunda, pero a pesar de ello reflejaba paz y ternura. Los niños como ángeles cantaban, mientras que los frailes y mujeres rezaban.

Para ser sincero, por unos momentos no supe nada de mí, el cansancio me venció y mis rodillas se doblaron. A decir verdad, ignoro cuánto tiempo pasó mientras entré en descanso, pero cuando desperté... estaba ese hombre junto a mí. Sí, estoy hablando de aquél anciano, al que todos llamaban con respeto "El monje Tibetano". Lentamente, con las palmas de sus manos acarició mi cabeza, besó mis rosadas mejillas y me dio a beber de su mágico licor.

Yo no sabía por qué lo hacía, si apenas lo había mirado un par de veces, meditando a la orilla de una vieja colina, justo enfrente de la montaña más alta del Asia.

Estar cerca de él era el acto más impresionante, porque ni siquiera sabía de qué hablarle, simplemente su compañía me tenía pasmado.

Después de unos segundos, el monje me dio la espalda y en otras lenguas comenzó a cantar; el sonido que producía su voz era tan hermoso, que los animales a lo lejos comenzaron a desfilar y llegar. Un águila tricolor, frondosa y preciosa se detuvo en su fuerte hombro, los felinos más temidos se arrodillado ante él, distintos tipos de aves gritaban de alegría, y todas las demás criaturas esperaban ansiosamente a que él las tocara.

Una vez más... Yo no sabía que hacer al tener frente a mí al maestro más grande de luz. Cuando por fin me decidí, pausadamente me acerqué a conversar con él, pero justo en el momento en que le iba a hablar, volteó y me dijo:
- Hijo mío, Isaías, el dolor es parte de la vida, es la enorme fuerza que nos permite respirar ante cualquier tempestad.

Con lágrimas en los ojos exhalé repetidas veces y pregunté al maestro:

- ¿Cómo se aprende a seguir, sin el aire que nos hace falta para vivir?

Con gran fuerza apretó mis manos y las puso encima de mi corazón, luego sonrió suavemente y me pidió que cerrara los ojos.

Estar junto a ese hombre era inexplicable; hablaba poco, pero transmitía fuerza, serenidad, paz, sabiduría y lograba que su alma y la mía tuvieran conexión.
Cuando cerré mis ojos, pasé a otro estado de concentración, nuevamente el monje me dio otra indicación.

- Isaías, a partir de este momento tu corazón hablará y tú tendrás que escucharlo, trayendo a tu mente aquella fuerte pena y todo lo que quema.

Lo hice, interioricé mi dolor, lloré por muchas horas al reconocer el enorme vacío que la partida de Erioc me dejó. Supe entonces, que me iba a ser mucha falta.

Después del desahogo, sentí un ligero jalón en mis hombros, y aunque quería terminar, el monje despacito me volvió a hablar.

- Ha llegado un regalo especial para ti, aquí están todas las criaturas, dispuestas a llevarse tus penas; la tristeza, la nostalgia, el dolor y perturbación ,entrégales todo.

Una fuerza misteriosa se apoderó de mí ser, mi alma me pedía a gritos paz y resignación.

No sé por cuántas horas medité, pero pude sentir como aminoraba mi pena y mi agonía poco a poco terminaba. Cuando pude calmarme, le pregunté al monje si podía abrir mis ojos porque sentía que me estaba quedando ciego, aunque una profunda paz me había llenado de gozo.

Él nunca contestó, todo en la habitación era silencio, fue como si despertara de un largo sueño. Cuando volteé a mí alrededor, yo estaba solo, pero vi una carta con mi nombre sobre la lámpara de un viejo buró. Al abrirla, vi que estaba vacía, pero al final tenía una nota que decía:


- Isaías, de hoy en adelante, tú serás el encargado de escribir tus propias líneas. "Ahora que has aprendido a desahogar tu corazón, tienes la enorme misión de llevar el mensaje a los demás".

Luego de vivir esa experiencia, mi vida cambió. Sobreviví a pesar de las pruebas, aprendí a ser fuerte como los felinos, a volar tan alto como las alto aves, a correr como los salta montes, y a conectar mi mente con el alma.

Al viejo monje Tibetano, jamás lo volví a ver por más que lo busqué.

Ahora sé que él vino a enseñarme todo y nunca se fue, se quedó vivo en cada latido de mi corazón y seguramente es una estrella que me bendice desde el cielo junto con Erioc, mi padre, mi amigo y mi gran amor.

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