Expresión Libre

jueves, 30 de agosto de 2018

Na margarita / Alba Magariño



Nuestros padres dicen que toda la cuadra de la calle 5 de mayo entre Hidalgo y Aldama, era una especie de callejón que albergaba a varias familias, que con el tiempo cada una fue cerrando terrenos. Cuando yo nací sólo habían tres casas en el terreno de la familia López Lena: la casa de la Na Julieta que heredó Na Margarita, su hija; la casa de Na Isabel, también hija de Na Julieta y la casa de mi madre, que había sido antes casa de una de sus hermanas, que había sido antes cocina de hornos de barro de su abuela.
Mi abuela era Na Margarita, dicen que  aunque mi bisabuela levantó la casa, fue mi abuela quien la hizo. Yo les creo. Ella murió cuando yo tenía diecisiete, pero siempre tuve la impresión de que ella era Dios: todo lo que decía, se hacía al instante. Incluso las carnes y verduras, las especias, las esencias parecían danzar con ella cuando cocinaba; no era ella quien las agregaba a las ollas y sartenes, se ponían solas, las movía el corazón y el canto de mi abuela. Dicen, pues, que mi abuela nos salvó.
La casa se había construido con los encargos de su madre, otra mujer diosa que levantó una casa con lo que salía de sus curados y de la carpintería de su esposo que ella administraba para albergar a su familia de cinco hijos. Pero fue mi abuela,  la más pequeña de todos, quien, tras heredar la casa, decidió remodelarla y hacerla más fuerte. Que fue ella quien regañó al arquitecto y le dijo que no importaba lo que él dijera, que su casa iba a ser fuerte, que le pusiera las traves y cadenas que ella ordenaba. “La quiero bien maciza”, eso dijo.  Insisto, a mí me parecía siempre que mi abuela era una especie diosa, siempre sentada en su reposet verde, en medio de la sala, ordenaba a sus hijas y a las muchachas que la ayudaban con la limpieza y la cocina qué hacer, cómo y cuándo: “¿Mientras descasas, por qué no barres?” decía, y se barría al instante.
No era rica, tampoco pobre, al menos,  no cuando fue abuela; era sencillo, tuvo siete hijos y todos quisieron darle la comodidad que ella nunca tuvo en cuanto fueron encontrando trabajo. A veces, mi abuela despertaba de un sueño ligero en el reposet y era como si hubiera tenido algún presagio: “Hay que hacer esto”, decía. Con el tiempo, su carácter y su espléndida sazón haciendo chiles rellenos y mole, se ganó el nombre de Na Margarita López Lena, muy conocida en la primera sección de Juchitán. En su época de abuela le tocó descansar, pero durante sesenta años, desde su infancia, su adolescencia y su madurez, trabajó incansablemente; de su madre aprendió a cocinar y administrar, hija de un carpintero y de una elaboradora de curados, aprendió a trabajar diario, a no depender de un hombre, a hacer de su matrimonio una relación compañera antes que devota.
Yo creo que de uno de esos sueños fugaces decidió reforzar con tanta insistencia su casa. Algo soñó, algo. Habrá soñado, por ejemplo, que un día que  ella y  su compañero ya no estaban, en que sus hijas iban a estar solas, la tierra se sacudía de dolor y que en su penar, arriba de ella, las casas en Juchitán comenzaban a caer como azúcar al piso. Soñaría, quizás, que las hijas que habitaban su casa despertaban de su propio sueño y correrían espantadas viendo todo caer, las vajillas, los cuadros, las figuras de la mesa del santo, la veladora todavía prendida que iba y venía por el piso, soñaría que no podían abrir la puerta de entrada porque el movimiento no permitía tomar con firmeza las llaves; que lo único que pedían era que la casa las protegiera o que el amor de esa casa o sólo el amor; soñaría que por fin abrirían la puerta,  que permanecerían abrazadas en ese rudo estertor de la tierra, un brazo en el cuerpo de la otra, el otro en el marco, y el ruido sería como el mundo entero rompiéndose, el grito de todas las casas heridas, de todas sus personas aterradas, y el polvo, ay, el polvo como niebla en la oscuridad más atroz. El silencio traería noticias terribles, pronto se olvidaría la calma aunque una luciérnaga apareciera de entre el polvo para detener la fe en su caída. Soñaría que estaban solas y que el pueblo iba a llorar por largo tiempo. Ahí mi abuela despertó, y dijo a todos “hay que reforzar la casa”.
De entre todas las casas de la cuadra, las casas con años y años encima, la única que permaneció sin heridas graves, viva y sin heridas aunque con miedo, esa noche del 7 de septiembre y el amanecer del 23, fue la casa de Na Margarita López Lena, de mi abuela, quien nos salvó a mi tía y a mí de no morir sepultadas como, lamentablemente, murieron más de cuarenta hermanas y hermanos en el Istmo de Tehuantepec. De haberlo soñado, ¿quién habría pensado que los sueños nos salvarían?
Un mes después del terremoto, soñé a mi abuela, el único sueño feliz que he tenido desde esa noche. Ella llegaba con toda parsimonia, entraba al patio y nos veía a todos, como confirmando que todo estuviera bien, que ninguno de sus hijos se hubieran lastimado, a todos nos regaló dulces de menta, quería refrescarnos un poco el alma y habló una última vez:

-Hice bien, ya me voy.
-¿A dónde vas, abuela?
-Con tu mamá y tu abuelo, a decirles que están bien.
-Ah bueno, nos los saludas, les dices que los amamos, que muchas gracias por cuidarnos.
-Sí, vuelvo después con ellos.
-¿Nos traes más dulces?

Desperté. Mi abuela vuelve el 31 de octubre, junto con todos nuestros muertos, a habitar de nuevo esta casa fuerte que construyó tan bien, como Dios mismo.

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