Nuestros padres dicen que toda la cuadra
de la calle 5 de mayo entre Hidalgo y Aldama, era una especie de callejón que
albergaba a varias familias, que con el tiempo cada una fue cerrando terrenos.
Cuando yo nací sólo habían tres casas en el terreno de la familia López Lena:
la casa de la Na Julieta que heredó Na Margarita, su hija; la casa de Na
Isabel, también hija de Na Julieta y la casa de mi madre, que había sido antes
casa de una de sus hermanas, que había sido antes cocina de hornos de barro de
su abuela.
Mi abuela
era Na Margarita, dicen que aunque mi
bisabuela levantó la casa, fue mi abuela quien la hizo. Yo les creo. Ella murió
cuando yo tenía diecisiete, pero siempre tuve la impresión de que ella era
Dios: todo lo que decía, se hacía al instante. Incluso las carnes y verduras,
las especias, las esencias parecían danzar con ella cuando cocinaba; no era
ella quien las agregaba a las ollas y sartenes, se ponían solas, las movía el
corazón y el canto de mi abuela. Dicen, pues, que mi abuela nos salvó.
La casa
se había construido con los encargos de su madre, otra mujer diosa que levantó
una casa con lo que salía de sus curados y de la carpintería de su esposo que
ella administraba para albergar a su familia de cinco hijos. Pero fue mi
abuela, la más pequeña de todos, quien,
tras heredar la casa, decidió remodelarla y hacerla más fuerte. Que fue ella
quien regañó al arquitecto y le dijo que no importaba lo que él dijera, que su
casa iba a ser fuerte, que le pusiera las traves y cadenas que ella ordenaba.
“La quiero bien maciza”, eso dijo.
Insisto, a mí me parecía siempre que mi abuela era una especie diosa,
siempre sentada en su reposet verde,
en medio de la sala, ordenaba a sus hijas y a las muchachas que la ayudaban con
la limpieza y la cocina qué hacer, cómo y cuándo: “¿Mientras descasas, por qué
no barres?” decía, y se barría al instante.
No era
rica, tampoco pobre, al menos, no cuando
fue abuela; era sencillo, tuvo siete hijos y todos quisieron darle la comodidad
que ella nunca tuvo en cuanto fueron encontrando trabajo. A veces, mi abuela
despertaba de un sueño ligero en el reposet
y era como si hubiera tenido algún presagio: “Hay que hacer esto”, decía. Con el tiempo, su carácter
y su espléndida sazón haciendo chiles rellenos y mole, se ganó el nombre de Na
Margarita López Lena, muy conocida en la primera sección de Juchitán. En su
época de abuela le tocó descansar, pero durante sesenta años, desde su
infancia, su adolescencia y su madurez, trabajó incansablemente; de su madre
aprendió a cocinar y administrar, hija de un carpintero y de una elaboradora de
curados, aprendió a trabajar diario, a no depender de un hombre, a hacer de su
matrimonio una relación compañera antes que devota.
Yo creo
que de uno de esos sueños fugaces decidió reforzar con tanta insistencia su
casa. Algo soñó, algo. Habrá soñado, por ejemplo, que un día que ella y
su compañero ya no estaban, en que sus hijas iban a estar solas, la
tierra se sacudía de dolor y que en su penar, arriba de ella, las casas en
Juchitán comenzaban a caer como azúcar al piso. Soñaría, quizás, que las hijas
que habitaban su casa despertaban de su propio sueño y correrían espantadas
viendo todo caer, las vajillas, los cuadros, las figuras de la mesa del santo,
la veladora todavía prendida que iba y venía por el piso, soñaría que no podían
abrir la puerta de entrada porque el movimiento no permitía tomar con firmeza
las llaves; que lo único que pedían era que la casa las protegiera o que el
amor de esa casa o sólo el amor; soñaría que por fin abrirían la puerta, que permanecerían abrazadas en ese rudo
estertor de la tierra, un brazo en el cuerpo de la otra, el otro en el marco, y
el ruido sería como el mundo entero rompiéndose, el grito de todas las casas
heridas, de todas sus personas aterradas, y el polvo, ay, el polvo como niebla
en la oscuridad más atroz. El silencio traería noticias terribles, pronto se
olvidaría la calma aunque una luciérnaga apareciera de entre el polvo para detener
la fe en su caída. Soñaría que estaban solas y que el pueblo iba a llorar por
largo tiempo. Ahí mi abuela despertó, y dijo a todos “hay que reforzar la
casa”.
De entre
todas las casas de la cuadra, las casas con años y años encima, la única que
permaneció sin heridas graves, viva y sin heridas aunque con miedo, esa noche
del 7 de septiembre y el amanecer del 23, fue la casa de Na Margarita López
Lena, de mi abuela, quien nos salvó a mi tía y a mí de no morir sepultadas
como, lamentablemente, murieron más de cuarenta hermanas y hermanos en el Istmo
de Tehuantepec. De haberlo soñado, ¿quién habría pensado que los sueños nos
salvarían?
Un mes
después del terremoto, soñé a mi abuela, el único sueño feliz que he tenido
desde esa noche. Ella llegaba con toda parsimonia, entraba al patio y nos veía
a todos, como confirmando que todo estuviera bien, que ninguno de sus hijos se
hubieran lastimado, a todos nos regaló dulces de menta, quería refrescarnos un
poco el alma y habló una última vez:
-Hice bien, ya me voy.
-¿A dónde vas, abuela?
-Con tu mamá y tu abuelo, a decirles que
están bien.
-Ah bueno, nos los saludas, les dices que
los amamos, que muchas gracias por cuidarnos.
-Sí, vuelvo después con ellos.
-¿Nos traes más dulces?
Desperté.
Mi abuela vuelve el 31 de octubre, junto con todos nuestros muertos, a habitar
de nuevo esta casa fuerte que construyó tan bien, como Dios mismo.
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