La primera vez
que alguien me preguntó qué quería ser de grande tenía cinco años. ¡Qué
pregunta tan absurda! ¿Qué puede querer ser un niño sino un niño y nada más? Honestamente,
no recuerdo qué respondí, pero mientras los demás querían ser médicos,
ingenieros, abogados o maestros, yo sólo quería saber qué hace un médico o un
abogado o cómo sabes que quieres ser esto o aquello cuando-a esa edad-ni
siquiera sabía qué colores elegir para hacer mi globo de cantoya.
Morado o azul
o blanco o los tres colores a la vez ¡qué difícil decisión! Cortábamos el papel
de china por la mitad, intercalábamos los colores elegidos y los íbamos pegando
con “resistol”. -¿Qué quieres ser de grande?- Cortábamos una botella vacía para
hacer la mecha.- Grande…grande…eee…- Entre todos sosteníamos el globo, lo
alzábamos un poco para insertar el trapo bañado en petróleo, luego, el más
valiente, encendía el fuego. El aire caliente llenaba el globo y lo elevaba poco
a poco - ¿qué significaba “ser de grande”? -.
Entonces lo
perseguíamos; primero lentamente como si no creyéramos que, en algún momento,
en el menos esperado, el viento y el calor lo elevarían más y más y lo
alejarían como –ahora sé- se alejan los sueños. Corríamos tras él a carcajada
suelta; sabíamos que nunca lo íbamos a alcanzar, que tarde o temprano se
perdería entre las montañas como otras tantas veces, pero el sólo hecho de
seguirlo nos llenaba de alegría el alma.
Y así corrimos
muchas tardes, tras un globo que desaparecía en el horizonte. Regresábamos a
casa con las sonrisas a toda vela, cansados y felices, con las rodillas
raspadas y las caras sucias, hasta que un día, nos vimos tratando de alcanzar
sueños que se perdían en el horizonte y regresábamos cansados y con el alma
rota porque no pudimos lograrlo.
“¿Qué quieres
ser de grande?” Entonces me di cuenta que ser niño no era importante, lo
importante era ser “grande”, aunque nadie especificaba si en talla, estatura o
edad. ¿Por qué nadie nos pregunta qué
queremos ser de niños? Yo quería ser feliz y ya.
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