Se
había abierto la caza y comenzaron a matarnos a todos. Los cazadores estaban
por todas partes. No había escapatoria. Estaban en los edificios y en las
cornizas de las azoteas; estaban en las iglesias y en la presidencia municipal.
Estaban también bajo tierra, en las alcantarillas, y sobre las copas de los
árboles y escondidos tras cada esquina. Estaban disparando a diestra y
siniestra, a niños, mujeres y hombres, a ancianos que apenas podían caminar, a
gordos y viejas reumáticas y achacosas, a niños mimados y niñas malcriadas, a
jóvenes envalentonados y a los débiles que lloraban.
La cazería se
declaró un día de verano y para el final de ese año la población había bajado a
menos de la mitad. La cazería continuaría hasta que no hubiera nadie más. La
cazería era lo unico y los humanos ya no teníamos cabida en el mundo; había que
esconderse, huir, pero ¿a dónde? Los cazadores estaban en todas partes; estaban
en los ríos y en los bosques, en las selvas y en los desiertos, en los oceanos
también estaban. Montaban elefantes en áfrica y leones en la sabana; los mares
los surcaban navegando tiburones y los aires los dominaban sobre enormes
buitres y cóndores. Estaban en las cuevas y en los cenotes, en las grutas y en
las cascadas; también estaban en las madrigueras y en las colmenas y en las
torres de vigilancia de los guardabosques que ya habían muerto en la cazería.
La cazería es lo
que hay y no se acabará hasta que deba terminarse. Se declaró la cazería y
comenzaron a cazarnos a todos; ahora sólo es cuestión de tiempo para que todos
seamos cazados y disecados.
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