Me llamo Katatsumuri y odio la caja rápida. Detesto su aleteo,
el rápido batir de quince artículos.
-Katsuchan -me dice la encargada al empezar mi turno-. Hoy te
toca la cinco.
Al presionar el botón, el candil pasa de una roja quietud a un
avispado verde. Mis manos pronto tentáculos se arrojan sin
remedio al oleaje sinfónico de un beep.
En las filas vecinas se corre el rumor e inquietos y agitados
se agolpan uno tras otro: la que se estacionó en doble fila, el
que olvidó el wasabi para el sushi, el maestro que en el carro
siempre empuja los pañales y a los gemelos.
–Katsu querido, no olvides leer sobre el milagro económico.
Le digo que sí, que lo veo en la facultad después del turno. Pese
a lo sugerido, en la caja rápida los milagros llegan lentos.
Odio la caja rápida, la cinta transportadora que nunca cesa.
Una lengua larga y negra que se repite a sí misma, que
me repite a mí mismo, doblando con el vértigo de una vida
precaria.
-Katatsumuri el precario -me dicen en la escuela.
De reojo miro a los usuarios en espera, descubro a tres
carros de distancia a la abarrotera del barrio que no deja de
aprovechar las ofertas en sal de mesa.
Soy Katatsumuri, además de la caja rápida odio la sal. La
velocidad con la que seca mis fuerzas. Soy un cuerpo con
la quietud del agua estancada, soy un cuerpo lento con la
velocidad de un sistema caído.
Sin sistema la caja rápida se clausura.
En esos casos toco un timbre, detengo justo a tiempo la cinta y
suspiro con alivio.
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