Engel Islas
El
negro rondó mi cabeza muchas noches, como pesadilla, como cortina de funeraria.
Me dije que no era malo, nada malo. Miré venir, del techo de mi cuarto, una
negrura de muerte, de cementerio a media noche, y temí. Lloré lágrimas negras
como carbón extraído de alguna mina colombiana. ¿Quién teme a la noche? ¿Quién?
Madre me dijo, alguna vez, que la
tumba era de carboncillo. Que un pintor desconocido dibujaba, con eso, con mi
muerte, con la de ella, un destino jamás trazado o imaginado. Y cuando murió mi
abuelo imaginé su cara negra, sus arrugas frías dibujadas en papel blanco,
blanquísimo, con pequeños trazos oscuros, temibles. Luego, cuando mi padre tocó
la caja de madera con su espalda y su cuerpo frío fue para mí un objeto, le
miré como una fotografía, gris, desprotegida y a la intemperie, esperando ser
destrozada por un viento gélido, horrible.
Y ahora, ahora, ahora que la noche
cae sobre mí como una espesa tierra de cementerio, como costal de arena fría,
pienso en el carboncillo, en el papel, en la muerte, en esta tumba mía que no
es de nadie. Recuerdo la frase de mi hermana burlona: “Cuando te mueras, tú
serás el muerto”
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