José
de Jesús Ruvalcaba Pérez
“Este
juego es infinito”
Borges
Rectángulos, rectángulos, rectángulos
apenas vistos por el rectángulo de la ventana, lanzados atrás por el avance del
camión. La monotonía de las casas repetida
en su simetría abrumadora, pasando de largo sin dejar espacio para la
diferencia o la memoria; y en todas ellas los rectángulos de las puertas, de
las ventanas. Los rostros asomados también parecen rectángulos: sonríen, si
sonríen, rectangularmente; lloran, si lloran, rectangularmente.
Iba como diario en la ruta de camión acostumbrada por las calles de
siempre; con el tráfico acostumbrado, aunque uno nunca se acostumbre; con ese
tipo de gente cansada del día como todos los días ; mirando las casas iguales,
los bares acostumbrados a los mismos borrachos; claro que con las variantes de
costumbre: los borrachos con los vasos llenos de angustia un día y otro llenos
de alegría sinsentido; algunos rostros distintos; un chófer más bruto que el
anterior. Para qué abundar en variantes insignificantes.
No sé si habrá sido la monotonía de mi viaje cotidiano de vuelta a casa
lo que me impulsó a poner en aleatorio el reproductor de música o si habrá sido
alguna otra cosa, me inclino a pensar que fue el deseo de sorpresa lo que me
decidió a oír canciones al azar y no un disco entero y previsible, una sucesión
de sensaciones acomodadas en el orden correcto deseado. No me importa, en realidad, saber que me hizo
desear salir de mis enraizadas costumbres musicales. Lo importante es: oía alguna
canción de Pink Floyd mientras miraba por la ventana del 231 en algún punto de
Revolución cercano a la
Olímpica.
Lo que vi (porque ya es hora de decirlo, de dejar unas nimiedades de
lado para tomar el otro lado de lo mismo). Lo que vi, decía, fue a un león
enjaulado en la parte trasera de una pequeña camioneta, lo primero que noté
fueron sus patas delanteras temblando, como si apenas pudiera mantenerse en
pie. Miré a otro lado evitando el dolor ajeno y lo único que hallé fue a los
demás pasajeros observando a la bestia con una sonrisa incomprensible. La
curiosidad me obligó a mirar de nuevo y entonces supe porqué temblaban sus
patas: el león estaba de aguilita, haciendo un descomunal esfuerzo por defecar,
después de algún tiempo de sufrimiento, de obra titánica, cayó al suelo una
bola amarilla, más propia de un chivo que de un león. La frase de un anuncio de
comida para perros viene inevitablemente a mi mente ahora que escribo:“heces
firmes”, tan firmes que el león no pudo evitar temblar del dolor. Era para
llorar. Nada más devastador que ver a un ser admirable defecar, no hay momento
más vulnerable e intimo como ese y la exhibición de tal hecho tan obvio y
sencillo es un acto atroz. El rey enjaulado, sometido a sus intestinos como
cualquier vulgar: insoportable. Al león recluido, domado, enfermo, lo admito,
¿pero humillado y exhibido en su mayor intimidad? Una cosa es saberlo y no
pensar en ello y otra verlo.
Lo mejor fue desviar la vista un poco, quizá viendo su rostro encontrara
algo distinto a la humillación, esa exhibición cruel. Miré el rostro de la
fiera humillada, reducida a gato y no encontré nada que lo redignificara, sólo
me topé con el curioso azar que sonorizaba
la mirada del león: sus ojos parecían cantar los versos de la canción que
había seguido a la de Pink Floyd “que lejos estoy del suelo en que he
nacido/inmensa nostalgia invade mi pensamiento/y al verme tan solo y triste
cual hoja al viento/quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento”
El camión avanzó, el león quedó atrás y al ver a un costado de la
camioneta escrito: “Circo de Argentina”, recordé un cuento de Borges acerca de
un tigre enjaulado mirado por Dante, revelaciones del sentido de la vida en sueños
y el despertar con una frase repetida dos veces con una pequeña variante:
“porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los
hombres”.
Y yo ya no puedo evitar pensar en Borges mirando a un tigre en las mismas condiciones atroces en que vi hoy
al león, no puedo sacarme la idea de Borges pensando en la triste desgracia de
la vida de ese tigre y poniéndolo después en un cuento, inmortalizándolo,
dignificando la humillación, otorgándole su justo lugar en la “trama del
universo” al imaginar que alguna vez Dante vio a otro tigre enjaulado y lo convirtió
en “una palabra en el poema”.
Y tampoco puedo dejar de pensar
en Borges, de aguilita en medio de la pampa infinita, estreñido bajo el sol: porque
la maquinaria intestinal es harto simple e implacable hasta para el culo de
Borges.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario