Jesús Alfonso Silva Iñiguez
Don Jacinto era un hombre de pueblo,
de esos que saben que es trabajar de sol a sol, sin emitir queja alguna. Era de
esos hombres con temple de los que afrontan los problemas cabalmente, sin
rodeos y sin medias tintas. Y como era de esperarse un día surgió un problema,
aunque, no tan grave como su temple lo ameritaba pero, al fin y al cabo, un
problema. Estaba don Jacinto cenando en su casa, cuando lo llamaron para ir a
resolver un problema de una vaca muerta a media carretera. El señor tomo su
sombrero y un gabán disponiéndose a partir. Se fue caminando y comenzó a pensar
en que la carne de la vaca se podría
aprovechar, pero por el momento, lo importante era mover la vaca del
camino. Tras caminar un largo rato llega a la carretera. La
dichosa vaca era a penas un becerro y sin muchos trabajos lo jaló dejándolo a
un lado de la carretera.
Una vez terminada su labor
espero por un aventón. No tardo mucho en ser recogido en la carretera y su
sorpresa al subir a la camioneta fue que había un ataúd que no estaba
terminado, le faltaba la laca y los adornos; pero le dio un poco de estupor la
situación. Al poco tiempo de ir en la camioneta sintió mucho frío y pensó en
meterse a la caja a medio construir para soportar el viaje. Se sintió tan
cómodo que se quedo profundamente dormido. Descasó por una media hora, lapso en
el que los buenos parroquianos que le
recogieron, repitieron la acción una y otra vez por lo cual la camioneta ya
contaba con varios pasajeros. Don Jacinto sintió que se pasaba de su destino y
se incorporó. Los viajeros saltaron asustados algunos brincaron a la carretera
cayendo como dobles de alguna película
de acción y todos al unísono gritando y persignándose veían al muerto
levantarse.
Ahora don Jacinto cuenta la
historia entre carcajadas a sus amigos y parientes, pero para los viajeros se llevaron un susto tan difícil de
sobrellevar que aún llevan marcas de su caída; cicatrices que les recordarán
que no deben de creerse de aparecidos ni de resucitados.
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