Expresión Libre

martes, 15 de marzo de 2022

Siempre que sueño que me muero... / Elizabeth RH



Siempre que sueño que muero, es porque alguien me mata. No

hay nadie conocido alrededor. Y siempre usan un cuchillo.

Nunca pistolas, ni cuerdas, ni golpes, nada más. Cuchillos. El

primero que tengo en mi armario de sueños ocurrió en la primera

casa donde viví. Me refiero al sueño, porque en ese entonces,

mi hermana y yo vivíamos en otra casa con mi madre, y ya incluso

había entrado ya a la Prepa.

En el sueño... Estaba yo sola, buscando a mis papás. Tenía el

uniforme de la primera secundaria a la que asistí: Blusa polo

con cuello y filos en las mangas de color café, falda de tablones

de tela escolar color caqui. Era la tarde, muy cerca del anochecer.

Entré por la puerta, hacia la sala, llamándolos. Tenía que

decirles algo o ellos a mí. No recuerdo quién debía decir qué a

quién, pero sé que había algo para decirse.

De pronto, del pasillo que llevaba a las recámaras, apareció

una persona. Un hombre. Joven. Jamás en mi vida lo había

visto y jamás en mi vida lo volví a ver. Pero me sonrió, familiar,

amable. Como si nos conociéramos de años y pudiera sentirme

confiada con él allí. En ese entonces, yo tenía como 15 años,

dentro y fuera del sueño. La idea de ver a un muchacho alto,

guapo, de cabello castaño y desaliñado, parecía inofensiva,

como de película romántica... Especialmente sonriéndome así.

La búsqueda por mis papás quedó en el olvido, porque él se

quedó en medio del umbral que separaba sala de los otros cuartos,

para abrir sus brazos y esperar por mí. Sin dudarlo, yo

corrí para meterme ahí dentro. Sus brazos me envolvieron. La

cabeza me quedó a la altura de su pecho, olía a colonia fresca,

su mentón encima de mi cabeza. Sin una palabra, nos quedamos

así por largo tiempo.


Entonces, nos vimos a los ojos. Su mirada no tenía color, pero

era tan tranquila que me hipnotizó. Literalmente. Porque no

pude mover más la cabeza, ni el resto del cuerpo, sólo con la

vista fija en su gesto amable, sintiendo el punzón de un objeto

atravesando la parte alta de mi vientre, cerca del lado izquierdo.

Como una película en la que eres capaz de ver más de un

cuadro y no sólo lo que el protagonista vería, yo podía ver el cuchillo

de cocina entrando suave y lento, como tomándose tiempo,

para quedarse allí metido, la mancha roja oscureciendo mi

blusa blanca de uniforme, mi cuerpo petrificado, ni tembloroso,

ni angustiado, ni doloroso. Pero la sensación del objeto traspasando

ropa, piel y órganos, la calidez de la sangre, eran claras.

Hasta pude sentir el calor mojando mis zapatos negros que usaba

en la secundaria. Y mientras veía todas las imágenes en mi

cabeza, veía al mismo tiempo su rostro tranquilo.

Él jamás dejó de sonreír. Ni siquiera sentí decepción, ni tristeza,

ni enojo. Me mató con una sonrisa. Y yo lo dejé hacerlo, con

otra igual de grande en la cara.

Entonces desperté.

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