Expresión Libre

domingo, 2 de marzo de 2014

"Melómano"

 

Tonatihu González 



 

 

 

Sin duda mi vida de músico, en particular, ha sido muy compleja. Recuerdo que desde la infancia mis padres profesaban la perfección de la música clásica, y por ende, su ejecución de igual magnitud. Quizá algo de sus actitudes fueron creando en mí un intrínseco grado de perfeccionismo, ¿Pero hasta qué punto me afectó?, el día de ayer lo confirmé, inesperada, sorpresiva y orgullosamente.

Todo inicia desde mis estudios en el conservatorio musical de la universidad de Guadalajara. Siempre fui un alumno destacado, motivado por un constante flujo de energía perfeccionista, y claro está, una pasión que quemaba cada sentido de mi energía depositada en mis estudios. No fui muy social, y mis contactos personales eran meramente académicos, nadie en la escuela podría presumir de ser mi amigo, sino, solamente simples compañeros que observaban mi incansable trabajo por ser uno de los mejores. Sin embargo, eso no impidió que mi reputación creciera por todos los salones, alumnos y maestros. Mi desempeño y dedicación dieron frutos exuberantes, y tan pronto como pude, terminé con honores mis estudios. Pronto desfilé por entre enormes bambalinas y teatros, renombrado y conocido, aclamado y aplaudido. Pero de igual forma, la tiranía con que exigía que mis músicos ejecutaran las piezas, hizo en mí, uno de los directores más repudiados y temidos por ellos. Pocas personas se atrevían a entrar en mi agrupación: ¡Debían ser perfectos, intachables, la música lo exige, yo lo exijo! Así es como se forma y se crea.

Pero esto es lo que menos me asusta, si no como bien lo mencioné, lo que sucedió ayer. Mi ahora paranoica e implacable angustia musical ha llevado a los extremos mis acciones, ya no sea en gritos y rabietas contra los músicos, sino contra el mundo, aborrezco a todo ser que interprete mal una nota, que figure cantar con un sonido tosco y deficiente una canción; el insólito y desentonado tarareo de una melodía me provoca un asco intolerante. A su infamia y su atrevimiento hago recriminación enérgica. Mi melomanía ha llegado hasta las personas "comunes", la música ha llenado mis sentidos, hasta la más honda neurona de mi cordura.

Todo fluía básicamente en los caudales de la normalidad, cómo siempre acomodé mi traje y metí mis partituras dentro del portafolio, últimamente he cargado una navaja (la Guadalajara de hoy es un basurero lleno de ratas doquiera que se vea) me dispuse a salir rumbo al conservatorio, en el que ahora doy clases, ya que habría que entregar algunas calificaciones (Realmente el nivel del músico actual no alcanza de ninguna manera a llenar mis expectativas, la música se ha vuelto una burla, una ocupación secundaría, un burdo "hobby" y con esto se profana una arte sublime). Hasta el momento en que iba en el autobús, que desgraciadamente me veo obligado a recurrir, mi mente se ocupaba en estos pensamientos, ensimismado en estas lucubraciones apáticas miraba por la ventanilla. Cuando el autobús se detuvo a prestar el servicio a un joven, que abordó enseguida y se sentó exactamente en el asiento trasero al mío, portando uno de esos aparatos modernos reproductores de música con auriculares, comenzó a emitir cierto ruido en el asiento, desubicado, con la arritmia característica de estos músicos profanos y desagraciados ¡Carecía totalmente de sentido, origen, evolución, progresión! Su cara revelaba un placer exuberante, ¿cómo podía disfrutar esa infame carencia de ritmo? era ruido, ruido estruendoso, no había armonía en el sonido, eran golpes al azar, una contradictoria pulsación que provocaba el caos total y mi desesperación. En muchas ocasiones le dirigí una mirada reprochadora, y solamente me sirvió para ver su infame y asqueroso rostro retorcerse en una mueca de placer. No podía creerlo, como podía disfrutar la reproducción de la música demolida que surgía de su aparato, de su detestable carencia de arte, de pasión. Era imperdonable, sentí como el pasado, mi orgullo, mi amor, llenaba cada poro con la terrible irá, decidí aleccionarlo, y así salvaguardar al mundo de su abominable error.

Sé que el castigo fue duro, pero hice lo correcto a pesar de los gritos y el miedo de los demás pasajeros, sé que ese joven aprendió su lección. Bajé del camión sin antes ser mirado con horror, pero pocas son las personas que entienden el verdadero sentido de un deber, de un deber al arte. Procuré que el joven no volviera a blasfemar de nueva cuenta contra éste arte sublime. Lamento que sus pulseras y reloj no tendrán de donde aferrarse más, y así, evitaré que algún día profane algún piano o intente de nuevo emitir algún desagradable sonido. En mis manos hay ahora un siamés de menor tamaño proporcional a cada una, que si no me sirven de nada, por lo menos ya no me afectarán en nada.


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