Expresión Libre

miércoles, 30 de octubre de 2013

Capítulo inconcluso

 

Ricardo Lupercio
 
 
Lo había olvidado prácticamente por completo. Los partidos de futbol, la cerveza en el bar, la cerveza derramada en el cuerpo, el auto estampado en un poste, los gritos de Rogelio en mi oído y las risas, las risas de dos amigos que corren entre carteles y anuncios publicitarios con vendas en los ojos y con los pies atados. En una esquina un mendigo soplando burbujas de jabón, yo las veía elevarse alto y tu estirabas la mano para alcanzar una, luego otra y parecían reventarse en tu rostro, entonces reías cuando el jabón tocaba tu piel y yo observaba como las pompas bailaban alrededor tuyo. Nunca vi una cosa más hermosa en toda mi vida. Me tomabas de la mano y escapábamos calle abajo hasta desaparecer en un sucio callejón, en un sucio cuarto. Y no importaba porque sabía que Rogelio nos buscaba. Me importaba poco tirarme en una cama dura, con resortes duros, me importaba poco aquel cuarto y su suciedad. Me había acostumbrado a las paredes y al piso, al moho que se apretaba entre los espacios del azulejo, en esa delgada línea que los separa uno del otro; ahí se escondían todos apretados. A veces me arrojaba y desaparecía viéndote recargada en la ventana, te gustaba estar ahí, contemplando la nada, quizá preocupada por Rogelio, pensando dónde estaría, si rompería la puerta y nos descubría… si. Alguna vez lo pensé también. Tenía la certeza de que un día lograría escapar de él. Que digo escapar, desaparecer. Como una hormiga en el césped, entre la tierra, y junto conmigo un reloj de arena sin arena, un reloj que no sea reloj sino todo lo demás. Todos los días era un plan nuevo. Aquel cuarto era mi laboratorio de ideas, mi taller, y las piezas y los engranes eran todas esas imágenes de ti y de mi, de Rogelio, del cuarto, del moho, de la ventana, de la calle, las burbujas y el anciano.
 
Pasaban un par de horas y entonces salíamos. El cuarto, la puerta, las escaleras de caracol hasta el primer piso, la entrada al edificio y luego los autos y la avenida. Ahí te detenías por completo. Me mirabas y te marchabas en dirección contraria, lejos del vagabundo y las burbujas que tanto me gustaban. Que más daba. Me alejaba intentando borrar tus pasos, comenzaba de la punta al talón, devorando las marcas del suelo hasta perderme en un callejón muerto y ahí me quedaba tirado. Ya no pensaba, porque habías consumido todos mis pensamientos, ahora me dejaba caer y nada más… Y nada más.
Estaba acostumbrado a este tipo de situaciones, no me extrañaba que salieras corriendo después de haber pasado toda la noche juntos, que salieras sin despedirte y sin darme una explicación. Realmente no importaba. No tenía ganas de escuchar una ridícula explicación de tu miserable vida conyugal. Me importabas, eso era todo. Me gustaba pasar el tiempo contigo. Realmente disfrutaba cada partícula de tu cuerpo, como una pequeña termita atrapada en el ámbar, que en un intento desesperado expira su último aliento contemplando el final de su vida… Y me asombraba como cada pequeña partícula, como cada pedacito de piel podía contener tanto. Si. Una pequeña porción de piel, de dedo, de brazo, puede sentir más que el cuerpo completo. Y lo descubría cada vez que recorría tu abdomen con las yemas de mis dedos, no con los dedos, sino con la pequeña superficie de ellos. Y aprendía a besarte. Al principio, te besaba como cuando se besa a un fantasma; eran besos al aire, dibujando tu boca para alcanzarla, haciendo círculos por todos lados. Si, tu boca, tu cuello, tus manos. Entonces nos sumergíamos en una burbuja de jabón y el mundo desaparecía ante nosotros como morusitas de pan en un plato sucio.
 
Para dar con la simetría de nuestros cuerpos, de nuestras mentes, era necesario comenzar por borrar todo recuerdo tuyo. Comenzar desde un punto cero. Como un pequeño astro rodeado de miles de esferas luminosas que esperan su turno, como una bolita de papel que se aprieta en nuestras manos. Me di cuenta que para llegar al meollo de nuestras vidas era necesario remontarme a cuando éramos dos partículas subatómicas. En ese entonces jugábamos
 
 
 
 
 
a crear infinidad de formas en la pared, siempre creyendo haber encontrado entre todas esas formas la figura perfecta. Cuando al final, la única forma perfecta era la de una rueda de la bicicleta
 
tuya que usabas para ir de la escuela al trabajo. Incluso la bicicleta se convirtió en algo más. Fue la naranja que dividía nuestras vidas. El mundo se centraba en esa bicicleta hasta el punto en que me llevabas colgado de la parte trasera. Tu girando en una rueda y yo sosteniéndome de ti para no caerme. Rodando en cualquier dirección. Lo que Rogelio no entendía era precisamente eso. Que nuestras vidas estaban destinadas a rodar juntas.
 
Yo lo sabía bien. Después de tirarme todo el día con las cenizas de un cigarrillo sobre mi ropa con las hojas cayendo desde lo alto de las copas y las gotas mojando mi rostro. Sabía bien que esas burbujas subirían alto hasta el punto de no resistir la presión y reventarse y deshacerse en otras burbujas más pequeñas desbaratando todos los sueños en pequeños capítulos hasta perderse en el aire y el viento. Entonces fingí estar muerto. Y en ese momento me sentí completamente vivo, como si la realidad fuera parte de un sueño que había soñado tiempo atrás y que ahora se destapaba en medio de la lluvia. Quizá eso paso contigo. No estabas consiente de todo lo que sucedía a nuestro alrededor, como en un sueño. Solo eran formas y figuras en un cuarto, en una calle, en lo profundo de un beso, en la mano de un anciano que sopla sin detenerse a pensar en lo que hace.

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