Expresión Libre

viernes, 5 de diciembre de 2014

Mis pecados y ella

Elena Aguilar

Ella tenía ojos cafés, de ese café profundo que en la oscuridad de la habitación no conocía el límite de las pupilas. Sólo ella era capaz de tragarme con esa mirada suya de deseo. Solo yo era el tonto que caía una y otra vez en el abismo de esos ojos. Solos los dos, en el asiento trasero de un taxi nos tomamos las manos, mientras el conductor daba la vuelta en una calle adoquinada en recuerdos. “Te amo” susurró ella en mi oído antes de bajar del automóvil. Impotente pude ver como las puertas de aquel convento de monjas del que tantas veces la ayudé a escapar para ir de juerga, se la tragaban por una pequeña hendidura en la orilla. Yo bien sabía que después de aquella noche, la única que decidimos pasar tranquilos en mi apartamento, no la vería nunca más. Que se iría para siempre, a recorrer el país haciendo lo que ella más amaba, enseñar. Enseñaría la lengua española a todos los niños sin padres, los educaría arduamente porque si bien ella no estaba casada con Dios, si lo estaba con las letras, con los libros, con la palabra misma. Y he de agradecer dicha unión, pues si no hubiese ella estado consagrada a la poesía, no habría puesto jamás ese bellísimo par de ojos en uno de mis versos, para posarlos después en mí con una espléndida sonrisa. Ahora escribo sobre ella, con la esperanza de que en algún momento, ya sea por curiosidad o por destino, ella me lea y vea que la amé, que la amo y la seguiré amando hasta que mis huesos sean polvo y el polvo llegue al sol.

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