Expresión Libre

lunes, 4 de agosto de 2014

Jalisco a sus hijos esclarecidos


Sergio Omar Bravo García


El negocio está en peligro.  Si logro salvarlo con lo que consiga hoy, el dinero prometido será digno para unas cervezas con los amigos y una cajetilla de cigarros. Recuperaré mis placeres.
Mis jefes, aunque no lo expresaran en español, transmitían en su griterío una angustia similar a la de un enfermo en fase terminal. No los culpo; en menos de dos años acabaron con la materia prima en la ciudad. Cuando supe el problema, les dije que sólo había un lugar donde conseguir lo que se necesitaba, pero era difícil obtenerla por lo vigilado que estaba, y no era para menos; el lugar se encontraba en pleno centro de la ciudad. Mis jefes tomarían el riesgo, bueno… lo tomarían a través de mí, me ofrecieron quinientos pesos por irme a las tres de la mañana para conseguir cuanta materia fuera posible. Obviamente, ese día dormí dentro del negocio, que se encontraba a dos cuadras del lugar.
Cuando llegó la hora, el espíritu de la ciudad se había dormido. No había transeúntes ni vehículos, sólo la majestuosa catedral que me miraba de reojo con sus amarillas torres góticas, que se avivaban con la luz de la luna que, a mí, me ponía nervioso; una lámpara natural que me daba desventaja en el arte del sigilo. El nerviosismo se apoderaba cada vez más de mí, exagerando en mi mente lo que acontecía. Sentía que mis pasos resonaban hasta el edificio del ayuntamiento, donde siempre había guardias. Nada pasó. Llegué a la esquina de Calle Independencia y podía ver desde ahí a la seguridad del lugar, guardias fríos e inexpresivos de la Guadalajara de muchos ayeres. Dr. Atl, José Clemente Orozco, Francisco Rojas Gonzales, Enrique Díaz de León, entre otros. Corrí hacia Irene Robledo que me veía de forma acusadora. Dejé de prestarle atención cuando los maullidos en coro de cuatro gatos que alcanzaba a visualizar se hicieron presentes. Un extraño miedo me estremeció, producto de las leyendas. Se decía que los gatos eran los espíritus de los que yacían descansando en los nichos que se encontraban en el centro del monumento.
Cuando el miedo se fue, y vino a mí el valor influenciado por los quinientos pesos, a través de trucos y pedazos de jamón, hice que vinieran a mí uno a uno los gatos. Cuando uno se acercaba, era cosa de velocidad; tomarlos del pescuezo y echarlos a la bolsa negra, sin darles tiempo de chillar y advertir a cualquiera que en ese momento pasara. Fui caminando alrededor del monumento y uno a uno los gatos entraban al costal y se retorcían dentro, sentía sus patas en mi espalda cuando me echaba el costal como ropavejero, pero era algo que me daba tranquilidad. El último gato lo atrapé justo enfrente del monumento que iluminaba la leyenda “Jalisco a sus hijos esclarecidos”. Sabía bien que esos hijos serían devueltos al pueblo no sólo para alimentar el espíritu, sino los estómagos de más de quinientos tapatíos a la semana, e imaginar que tan sólo por sesenta y cinco pesos y por todo lo que puedan comer.

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